domingo, 9 de diciembre de 2007

Yo no maté a mi madre

Los últimos días de su vida -sin saber yo que eran los últimos- me la imaginaba mirando por la ventana pero de la forma que sólo ella sabía hacerlo: sin mover los ojos ni fijar la vista en nada. Parecía, justamente, que nada ni nadie podía llamar su atención.
Cómo me hubiera gustado saber qué pensaba… Sin embargo, el hermetismo que conservó toda su vida sobre sus sentimientos y deseos, se parecía mucho a aquello que -intuyo- experimenta toda parturienta cuando ve a su recién nacido deforme: querer ahogarlo con una almohada sin que nadie la vea.

Así de deforme y siniestro vería su destino cada vez que miraba por la ventana. Porque parecía mirar preguntándole quién sabe a quién, dónde hallar una pizca de esperanza si ella misma había nacido marcada, deforme a la vista de su padre, que se emborrachaba cada vez que su mujer daba a luz una niña mientras que para los varones reservaba el gesto de lanzar su gorra al aire manifestando la alegría de que fuera macho.
Ella nunca dijo nada. Y si lo decía, era porque yo la forzaba con preguntas. Sólo unos pocos años antes de morir, cerró la puerta del dormitorio, me sentó a su lado sobre su cama y anunció que iba a contarme algo que le había pasado durante su juventud. La primera vez que me participaba de algo tan íntimo y tan doloroso. Así y todo, fue un momento gratificante para mí que ella se abriera así, sin ser forzada, y que me hubiera elegido de entre sus tres hijas, para ser depositaria de tamaño secreto.

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Habían pasado más de cincuenta años de aquel día en que mi abuela materna “colocara” a sus cuatro hijas mujeres en casas de familias acomodadas para hacer el trabajo doméstico.
Mamá no dio detalles de ese episodio, pero yo puedo imaginármelas: a mi abuela Elvira dejándola con un atadito de ropa y dándose la vuelta para traspasar rápidamente el pesado portón que dominaba la entrada y a mi madre buscando la ventana para mirar por primera vez, como lo haría el resto de su vida.
Habrá reservado el llanto para la almohada que usaría -también por primera vez- esa noche. Porque si por mesita de luz tuvo un cajón de fruta en sus primeros años, supongo yo que esa fue su primera cama decente. Y esa cama se la dio mi abuela paterna, Rosa, Bube como yo la llamaba.
Hubiera querido ver, en aquel percal de la funda bordada en hilo blanco, la cabeza de aquella destetada y abandonada, que aceptó su destino de sirvienta sin abrir la boca.
En varios momentos de mi vida, ya como madre y esposa, escuché de sus labios dos palabras que repetía como consejo: -“Aguantá, Susi”- aunque más sonaba a mandato que ella misma llevaba incorporado. Aguantar ser depreciada por el padre, ser abandonada por la madre y más tarde, ser maltratada por el único hombre que conocería en su vida, mi padre.
¡Pobre infeliz! Cuando me miraba, siempre en silencio, me parecía advertir en ella una contradicción. Por un lado me pedía que aguantara y por el otro -quizás ni ella misma se daba cuenta- esperaba que me negara para no repetir su historia.
Cuando pienso en ello, creo entrever por qué me eligió para contarme su secreto. Fui la única de sus hijas que demostró rebeldía, que supo decir no, que sabiéndome parecida a ella en muchos aspectos, luchaba casi a diario para no dejarme lastimar por nadie.

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Seguro que ese día gritaste, mamá. No creo que hayas podido resistir el dolor mientras la comadrona te arañaba el útero para hacer desaparecer el fruto del pecado. Ahí no podías ver por la ventana, porque esos lugares suelen estar cerrados y oscuros, como si quisieran ocultarlos de la mirada de Dios.

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La primera vez que recuerdo haber visto llorar a mi madre, fue en noviembre de 1961, a poco de vestir mi primer guardapolvo blanco. Eran tiempos en que los niños podían hacer pequeños “mandados”. Había ido hasta el almacén de la esquina del viejo barrio Cura, donde me encontré con un compañero de inglés que volvía de rendir su examen, el mismo al que debía asistir yo, si no fuera porque mi mamá se había olvidado.
Se lo dije apenas apoyé el paquetito envuelto en papel de estraza sobre la mesa de la cocina. Se sintió tan culpable que sólo atinó a llorar desesperada hasta que -por consejo de la vecina que cada vez que la escuchaba en problemas salía en su auxilio- me llevó a la rastra, casi volando, hasta el instituto para saber si aún tenía alguna posibilidad de rendir. No podían tomarme el oral pero sí el escrito.
Poco tiempo después, la directora le informó a mi madre que se sumaban las notas de uno y otro. Al oral le correspondía cero pero dado que en el escrito había sacado la nota máxima, siete, me alcanzaba para pasar de año. A mamá se le inundaron los ojos otra vez, pero de alegría. Mi calificación había salvado a mamá de la culpa.

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De haberme dado más detalles, no tendría que verme obligada a imaginar cómo fue el momento en que mi madre y mi padre se vieron por primera vez. Papá era el primogénito en la familia judía que albergaba a mi madre como mucama cama adentro.
No puedo evitar conjeturar que la mirada de mi padre no pudo ser menos que libidinosa. Mamá, quinceañera muy bonita, con la actitud sumisa que la caracterizó, fue presa fácil de un muchacho de veintitantos.

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Hay cosas que no me olvido, mamá. Nunca me abrazaste. Por eso no puedo recordar el calor de tus brazos. No te culpo. No obstante supiste hacerme sentir tu calor de otra manera. Y me quedó bien grabado: cuando calentabas mi camiseta cerca de la estufa a kerosén con velas, tras bañarme en el fuentón de lata, en el patio cubierto. Con el café con leche de todas las mañanas, en taza grande. Con el Nesquik de la tarde. Con la sopa de espinaca de algunos mediodía que, según decías, me haría fuerte como Popeye. Más fuerte que vos, mamá, para decir “no”.

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Mamá nunca fue “tanguera”, pero posiblemente Susy Leiva inspirara en ella cierta admiración por su voz o por su expresividad al cantar los tangos. En octubre de 1966, Leiva falleció en un accidente automovilístico. Y esa, fue la segunda vez que vi llorar a mi madre. Y mirar por la ventana de la manera que ella solía hacerlo.
Como ya dije, siempre guardó sus sentimientos y deseos para sí misma. Sólo el ídolo de toda su vida podía hacer caer todas las barreras que la separaban de la expresión. Ése fue Sandro.
Cuando lo anunciaban en la tele, mamá abandonaba inmediatamente lo que estaba haciendo y se sentaba atenta. Si mi padre estaba cerca en ese momento, sentía tantos celos y tanta rabia que salía enojado y no aparecía por mucho rato.
Sandro, su fuego y los movimientos oscilantes de su pelvis, la perturbaban al punto tal que la hacía expresar lo que sentía. Por Sandro, claro.

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Nunca abandonaría su trabajo doméstico. Sólo la artrosis que le deformó los dedos a edad avanzada, le pusieron freno. Lo hizo todo: cocinar, lavar, planchar, coser, tejer, bordar, limpiar pisos… ¡hasta el asado era su territorio y no del hombre de la casa como se acostumbra!
Ella corría la máquina de coser bajo la ventana cada vez que la usaba. Decía que lo hacía para ganar luz que la ayudaba a enhebrar la aguja. Yo creo que lo hacía para poder mirar a través de ella en cada pausa.
Nuestra clase media baja de entonces, nos coartaban la posibilidad de darnos pequeños lujos, especialmente en lo que a ropa se refiere. De manera que mamá suplía lo que faltaba, haciéndolo con sus propias manos.
Así mis hermanas y yo tuvimos desde el guardapolvo hasta las sábanas hechas en casa, vestidos bordados, pañuelos hechos con retazos, pulóveres con lanas de tres colores distintos…
Tengo grabado en mi memoria cada color, cada textura, cada prenda, pero lo que más recuerdo con el mayor agradecimiento de todo lo que hizo con sus manos, son los disfraces de carnaval. Ella compraba los figurines y elegía. No sé cuál habría sido su criterio para elegir ya que no se inclinaba por el más fácil de confeccionar.
Uno de aquellos carnavales, la tuvo varios días ocupada para lograr que mi tocado de bailarina eslava estuviera derechito en mi cabeza… será por eso que todavía lo conservo. Un mundo de lentejuelas, satén y canutillos que iluminó mi infancia.

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No sé qué sentías por mi Bube, mamá. Como patrona fue muy exigente -según pude deducir de algunos de tus pocos comentarios-, como futura suegra que te obligara a hacerte judía para casarte con su hijo no te debe haber entusiasmado mucho… y ya como suegra te habrás sentido rindiendo examen cada vez que se encontraban. Me lo imagino.
Lo que no puedo imaginar es qué sentías cuando yo demostraba tanto afecto por ella, alabando sus comidas ídishes, dejando que me masajeara las piernas cuando me dolían, quedándome a dormir los fines de semana.
¿Te habrás quedado mirando por la ventana esos días sin mí? Perdonáme, mamá, yo no sabía.

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Mirando por la ventana también la halló mi padre al regresar del trabajo, momentos antes de que ella le dijera que le había venido la menstruación, llorando desconsoladamente. Ella esperaba quedar embarazada al momento de casarse.
Yo nunca entendí por qué había sido tanta su ansiedad. Lo comprendí recién después de que me contó su secreto. Temía que su útero arañado no pudiera volver a engendrar. Seguía culpándose a sí misma como si mi padre no hubiera tenido responsabilidad en esa concepción anterior al matrimonio.

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Los últimos días de mi madre no los pude compartir con ella. Ignoraba que mi hermana la había llevado a un geriátrico sin hacerme saber sobre su decisión, a dieciséis días del fallecimiento de papá. Dicen que estaba muy triste porque perdió a su compañero… Y también que eso siempre sucede cuando se han vivido muchos años juntos.
Mi padre fue el único hombre en la vida de mi madre y adivino que el dolor no fue por perderlo sino porque se fue antes que ella. Volvió a ser abandonada. Una vez más.