martes, 28 de febrero de 2017

Magdalena



Magdalena

         A esa altura, ya tenía el papelito hecho un bollo en su mano sudorosa. Lo desplegó con cuidado para leerlo y asegurarse que estaba en la cuadra correcta. Le temblaban las piernas por la distancia recorrida en metros y en años. Los que demoró en tomar la decisión y los invertidos en la búsqueda.
Para recobrar el aliento se paró frente a la placa adosada al dintel de la puerta. En grandes letras doradas: Emilio Amenábar. Se preguntó cuánto tiempo haría que ejercía la profesión. Aunque para Magdalena ése era el detalle menos importante. Desde que se animó a pedir la entrevista -cuando pudo marcar el número de teléfono- hasta el día de la cita, sus interrogantes iban por otro camino.

         Mientras viajaba en el tren pensaba en los pasos que fue dando hasta llegar a ese día. Pasaron con el mismo ritmo de la línea de ensamblaje de una fábrica cualquiera: más de quince oficinas públicas, con más de quince caras indiferentes e intransigentes a su reclamo, otras tantas presentaciones escritas -que ahora sí podía hacer porque había aprendido a leer-, cientos de expedientes que seguro terminaron en un cesto de papeles y un gasto enorme en llamadas telefónicas y transporte que apenas podía solventar. Menos mal, pensaba, que la vecina que le tiró las cartas no le había cobrado nada. Tampoco valía nada lo que le había anunciado. Éstas siempre ven una mujer rubia o morocha, un viaje, un encuentro… como si eso no estuviera en la vida de cada persona que recurre a esta práctica cuando está desesperada por un anuncio esperanzador.

        Pero Magdalena ya no necesitaba que le adivinaran nada. Había iniciado el camino postergado tantas veces y soñado otras tantas mientras limpiaba inodoros ajenos y cocinaba lo que jamás se podía permitir comer. Un camino que le sumaba al cúmulo de emociones, como adulta mayor que era, el miedo a la muerte. No es que le faltara salud, se decía para sí, pero las manos curvas por la artritis, las hernias, los achaques propios de la edad y “suerte que la vieja no sacó el naipe ese del caballero de armadura y bandera negra montado en un caballo blanco. A ése sí que hay que tenerle miedo”.

         El recibidor era muy acogedor: paredes con colores cálidos, sillones mullidos al tono y una alfombra gruesa que amortiguaba el taconeo de sus pies nerviosos. Se sentó a esperar que la puerta del consultorio se abriera. Alisó la falda un tanto arrugada del único vestido “como la gente” que tenía, bastante antiguo por cierto pero eso no le importaba demasiado. 

         Un cuadro colgado en la pared más amplia del recibidor captó su atención. Claro que Magdalena no sabía de cuadros y mucho menos de artistas plásticos. Sin embargo, la imagen de la embarazada a punto de parir, con las manos del médico sobre su enorme vientre desnudo, la atrajeron y le dispararon los recuerdos: su propio parto, el dolor, la angustia, la sala lúgubre de la partera, el despojo, la soledad, el vacío.

        Leyó: “Amanda Greavette” en la firma del cuadro segura de que no podría pronunciarlo y de que ese parto representado no tenía nada que ver con el suyo. ¿Por qué Emilio Amenábar habría elegido ese cuadro?, se preguntaba justo cuando se abrió la puerta del consultorio y una cálida voz le decía “adelante”.
Magdalena no se atrevió a mirarlo a los ojos ante el temor de descubrir que eran como los suyos o, peor aún, como los del “hijueputa, mal bicho, el señorito de la casa”.  Se sentó y esperó que él hablara. 

-Magdalena es su nombre, me dijo
-Sí, doctor
-Emilio, por favor, soy psicólogo. Usted dirá

        Que yo diga qué, se preguntó, que le hable de la pobreza del rancho, de las borracheras de mi viejo y su abandono, de mi vieja derruida a fuerza de horas interminables de trabajo y de golpes. ¿Quiere que le cuente del engaño, del abuso del rubito, del bombo?, seguía Magdalena mientras jugaba con los flecos de cuero de la cartera prestada… 

        No tuvo coraje de arruinarle la vida a Emilio Amenábar. Al menos así lo creía Magdalena. ¡Qué necesidad a esta altura de esa vida digna que tenía tan diferente a lo que fue la suya! 

        Unos pocos minutos después, Emilio Amenábar se quedó pensando cómo llenar ese hueco de 30 minutos que le sobraron de la sesión convenida. No fue sino hasta varios días después que, mientras enderezaba el cuadro de Greavette, cayó un papel grueso con membrete y varios sellos donde constaba la fecha de nacimiento de un niño de nombre Emilio, de padre desconocido y de Magdalena Rodríguez. Sólo entonces pudo entender el silencio de la misteriosa paciente.


Mona de seda



Mona de seda


Siempre me gustaron los tipos de traje y corbata. Y si van acompañados de colores entonados, perfume y pelo prolijamente peinado, mucho mejor.  Es mi afrodisíaco. Pero esa mañana de mayo de 2006, éste que entró a la Cámara de Comercio de Río Grande, no me provocó más que una extraña sensación. Por entonces yo era una simple empleada administrativa. Sin embargo, se me permitía estar presente en muchas reuniones a las que la mayoría asistía muy bien vestida y era mi oportunidad para el regodeo.


A esta ciudad -tan lejana de la metrópoli- llegaban pocos famosos y mucho menos políticos, por eso despertaban el interés de fanáticos y simpatizantes. Así que ese día estaban todos: periodistas, fotógrafos, miembros de la institución convocante, representantes de las lenguas vivas y curiosos.


Teniendo en cuenta que nuestro primer intendente democráticamente elegido había asumido en 1983, todas las instituciones públicas se podían considerar muy jóvenes aún y se estaban debiendo algunas normativas muy necesarias. Tal el caso de la Carta Orgánica Municipal. Y en el marco de la última semana de campaña rumbo a las elecciones estatuyentes, todos los partidos habían reforzado su presencia en las calles y en los medios de la ciudad.


La Cámara de Comercio por su estructura edilicia –amplios salones y cantidad de sillas- y la conformación ideológica de sus miembros –todos comerciantes derechosos-, era el escenario perfecto para el representante de un partido recién desembarcado en la ciudad que cerraba con una conferencia de prensa. Todo tenía que estar en orden y yo era la única encargada de ello. Me llevó unos cuantos minutos acondicionar la sala de conferencias, distribuir las sillas y tener el café preparado. Pero al llegar el tipo, yo ya estaba ocupando mi lugar en el escritorio de la recepción.


Escuché el ruido de muchos pasos en la escalera de acceso al salón y se abrió la puerta bruscamente. El primero de los individuos, de impecable traje azul, bien peinado –seguro alguien habría retocado su imagen en el hall de entrada porque acá el viento no perdona a los famosos-, corbata al tono y zapatos bien lustrados, entró rápidamente a la sala de conferencias sin siquiera detenerse a decir “buenos días”. Fue necesario que la persona que había promovido la reunión, lo fuera a buscar para hacer las presentaciones del caso y reparar la ofensa “a la dama”. El hombre de traje vino de mala gana, estiró su brazo, me dio su mano laxa y apenas me dedicó una mirada rápida con sus vacíos ojos azules.


Durante la conferencia habló poco y nada, cosas que hasta yo misma podría haber improvisado de ser necesario e, incluso, las podría haber dicho de corrido. Cuando todo terminó, me quedé pensando en mi atracción respecto de los tipos trajeados y a partir de ese día entendí que un energúmeno, un cipayo, un desleal, un presuntuoso, un apático, uno carente de empatía e insensible puede vestir un traje y llegar a ser Presidente de la Nación como aquél cuya mano estreché.