Magdalena
A esa altura, ya tenía
el papelito hecho un bollo en su mano sudorosa. Lo desplegó con cuidado para leerlo
y asegurarse que estaba en la cuadra correcta. Le temblaban las piernas por la
distancia recorrida en metros y en años. Los que demoró en tomar la decisión y
los invertidos en la búsqueda.
Para recobrar el
aliento se paró frente a la placa adosada al dintel de la puerta. En grandes
letras doradas: Emilio Amenábar. Se preguntó cuánto tiempo haría que ejercía la
profesión. Aunque para Magdalena ése era el detalle menos importante. Desde que
se animó a pedir la entrevista -cuando pudo marcar el número de teléfono- hasta
el día de la cita, sus interrogantes iban por otro camino.
Mientras viajaba en el
tren pensaba en los pasos que fue dando hasta llegar a ese día. Pasaron con el
mismo ritmo de la línea de ensamblaje de una fábrica cualquiera: más de quince
oficinas públicas, con más de quince caras indiferentes e intransigentes a su
reclamo, otras tantas presentaciones escritas -que ahora sí podía hacer porque
había aprendido a leer-, cientos de expedientes que seguro terminaron en un
cesto de papeles y un gasto enorme en llamadas telefónicas y transporte que
apenas podía solventar. Menos mal, pensaba, que la vecina que le tiró las
cartas no le había cobrado nada. Tampoco valía nada lo que le había anunciado.
Éstas siempre ven una mujer rubia o morocha, un viaje, un encuentro… como si
eso no estuviera en la vida de cada persona que recurre a esta práctica cuando
está desesperada por un anuncio esperanzador.
Pero Magdalena ya no
necesitaba que le adivinaran nada. Había iniciado el camino postergado tantas
veces y soñado otras tantas mientras limpiaba inodoros ajenos y cocinaba lo que
jamás se podía permitir comer. Un camino que le sumaba al cúmulo de emociones,
como adulta mayor que era, el miedo a la muerte. No es que le faltara salud, se
decía para sí, pero las manos curvas por la artritis, las hernias, los achaques
propios de la edad y “suerte que la vieja no sacó el naipe ese del caballero de
armadura y bandera negra montado en un caballo blanco. A ése sí que hay que tenerle
miedo”.
El recibidor era muy
acogedor: paredes con colores cálidos, sillones mullidos al tono y una alfombra
gruesa que amortiguaba el taconeo de sus pies nerviosos. Se sentó a esperar que
la puerta del consultorio se abriera. Alisó la falda un tanto arrugada del
único vestido “como la gente” que tenía, bastante antiguo por cierto pero eso
no le importaba demasiado.
Un cuadro colgado en la
pared más amplia del recibidor captó su atención. Claro que Magdalena no sabía
de cuadros y mucho menos de artistas plásticos. Sin embargo, la imagen de la
embarazada a punto de parir, con las manos del médico sobre su enorme vientre
desnudo, la atrajeron y le dispararon los recuerdos: su propio parto, el dolor,
la angustia, la sala lúgubre de la partera, el despojo, la soledad, el vacío.
Leyó: “Amanda
Greavette” en la firma del cuadro segura de que no podría pronunciarlo y de que
ese parto representado no tenía nada que ver con el suyo. ¿Por qué Emilio Amenábar
habría elegido ese cuadro?, se preguntaba justo cuando se abrió la puerta del
consultorio y una cálida voz le decía “adelante”.
Magdalena no se atrevió
a mirarlo a los ojos ante el temor de descubrir que eran como los suyos o, peor
aún, como los del “hijueputa, mal bicho, el señorito de la casa”. Se sentó y esperó que él hablara.
-Magdalena es su
nombre, me dijo
-Sí, doctor
-Emilio, por favor, soy
psicólogo. Usted dirá
Que yo diga qué, se
preguntó, que le hable de la pobreza del rancho, de las borracheras de mi viejo
y su abandono, de mi vieja derruida a fuerza de horas interminables de trabajo
y de golpes. ¿Quiere que le cuente del engaño, del abuso del rubito, del bombo?,
seguía Magdalena mientras jugaba con los flecos de cuero de la cartera prestada…
No tuvo coraje de
arruinarle la vida a Emilio Amenábar. Al menos así lo creía Magdalena. ¡Qué
necesidad a esta altura de esa vida digna que tenía tan diferente a lo que fue
la suya!
Unos pocos minutos
después, Emilio Amenábar se quedó pensando cómo llenar ese hueco de 30 minutos
que le sobraron de la sesión convenida. No fue sino hasta varios días después
que, mientras enderezaba el cuadro de Greavette, cayó un papel grueso con
membrete y varios sellos donde constaba la fecha de nacimiento de un niño de
nombre Emilio, de padre desconocido y de Magdalena Rodríguez. Sólo entonces
pudo entender el silencio de la misteriosa paciente.
3 comentarios:
Genial.Me atrapa tu estilo. Un deleite
Cada frase es como una película que se abre ante mis ojos asombrados por tanta imaginación, admirable!
Muchas gracias, Raquel!
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