martes, 28 de febrero de 2017

Magdalena



Magdalena

         A esa altura, ya tenía el papelito hecho un bollo en su mano sudorosa. Lo desplegó con cuidado para leerlo y asegurarse que estaba en la cuadra correcta. Le temblaban las piernas por la distancia recorrida en metros y en años. Los que demoró en tomar la decisión y los invertidos en la búsqueda.
Para recobrar el aliento se paró frente a la placa adosada al dintel de la puerta. En grandes letras doradas: Emilio Amenábar. Se preguntó cuánto tiempo haría que ejercía la profesión. Aunque para Magdalena ése era el detalle menos importante. Desde que se animó a pedir la entrevista -cuando pudo marcar el número de teléfono- hasta el día de la cita, sus interrogantes iban por otro camino.

         Mientras viajaba en el tren pensaba en los pasos que fue dando hasta llegar a ese día. Pasaron con el mismo ritmo de la línea de ensamblaje de una fábrica cualquiera: más de quince oficinas públicas, con más de quince caras indiferentes e intransigentes a su reclamo, otras tantas presentaciones escritas -que ahora sí podía hacer porque había aprendido a leer-, cientos de expedientes que seguro terminaron en un cesto de papeles y un gasto enorme en llamadas telefónicas y transporte que apenas podía solventar. Menos mal, pensaba, que la vecina que le tiró las cartas no le había cobrado nada. Tampoco valía nada lo que le había anunciado. Éstas siempre ven una mujer rubia o morocha, un viaje, un encuentro… como si eso no estuviera en la vida de cada persona que recurre a esta práctica cuando está desesperada por un anuncio esperanzador.

        Pero Magdalena ya no necesitaba que le adivinaran nada. Había iniciado el camino postergado tantas veces y soñado otras tantas mientras limpiaba inodoros ajenos y cocinaba lo que jamás se podía permitir comer. Un camino que le sumaba al cúmulo de emociones, como adulta mayor que era, el miedo a la muerte. No es que le faltara salud, se decía para sí, pero las manos curvas por la artritis, las hernias, los achaques propios de la edad y “suerte que la vieja no sacó el naipe ese del caballero de armadura y bandera negra montado en un caballo blanco. A ése sí que hay que tenerle miedo”.

         El recibidor era muy acogedor: paredes con colores cálidos, sillones mullidos al tono y una alfombra gruesa que amortiguaba el taconeo de sus pies nerviosos. Se sentó a esperar que la puerta del consultorio se abriera. Alisó la falda un tanto arrugada del único vestido “como la gente” que tenía, bastante antiguo por cierto pero eso no le importaba demasiado. 

         Un cuadro colgado en la pared más amplia del recibidor captó su atención. Claro que Magdalena no sabía de cuadros y mucho menos de artistas plásticos. Sin embargo, la imagen de la embarazada a punto de parir, con las manos del médico sobre su enorme vientre desnudo, la atrajeron y le dispararon los recuerdos: su propio parto, el dolor, la angustia, la sala lúgubre de la partera, el despojo, la soledad, el vacío.

        Leyó: “Amanda Greavette” en la firma del cuadro segura de que no podría pronunciarlo y de que ese parto representado no tenía nada que ver con el suyo. ¿Por qué Emilio Amenábar habría elegido ese cuadro?, se preguntaba justo cuando se abrió la puerta del consultorio y una cálida voz le decía “adelante”.
Magdalena no se atrevió a mirarlo a los ojos ante el temor de descubrir que eran como los suyos o, peor aún, como los del “hijueputa, mal bicho, el señorito de la casa”.  Se sentó y esperó que él hablara. 

-Magdalena es su nombre, me dijo
-Sí, doctor
-Emilio, por favor, soy psicólogo. Usted dirá

        Que yo diga qué, se preguntó, que le hable de la pobreza del rancho, de las borracheras de mi viejo y su abandono, de mi vieja derruida a fuerza de horas interminables de trabajo y de golpes. ¿Quiere que le cuente del engaño, del abuso del rubito, del bombo?, seguía Magdalena mientras jugaba con los flecos de cuero de la cartera prestada… 

        No tuvo coraje de arruinarle la vida a Emilio Amenábar. Al menos así lo creía Magdalena. ¡Qué necesidad a esta altura de esa vida digna que tenía tan diferente a lo que fue la suya! 

        Unos pocos minutos después, Emilio Amenábar se quedó pensando cómo llenar ese hueco de 30 minutos que le sobraron de la sesión convenida. No fue sino hasta varios días después que, mientras enderezaba el cuadro de Greavette, cayó un papel grueso con membrete y varios sellos donde constaba la fecha de nacimiento de un niño de nombre Emilio, de padre desconocido y de Magdalena Rodríguez. Sólo entonces pudo entender el silencio de la misteriosa paciente.


Mona de seda



Mona de seda


Siempre me gustaron los tipos de traje y corbata. Y si van acompañados de colores entonados, perfume y pelo prolijamente peinado, mucho mejor.  Es mi afrodisíaco. Pero esa mañana de mayo de 2006, éste que entró a la Cámara de Comercio de Río Grande, no me provocó más que una extraña sensación. Por entonces yo era una simple empleada administrativa. Sin embargo, se me permitía estar presente en muchas reuniones a las que la mayoría asistía muy bien vestida y era mi oportunidad para el regodeo.


A esta ciudad -tan lejana de la metrópoli- llegaban pocos famosos y mucho menos políticos, por eso despertaban el interés de fanáticos y simpatizantes. Así que ese día estaban todos: periodistas, fotógrafos, miembros de la institución convocante, representantes de las lenguas vivas y curiosos.


Teniendo en cuenta que nuestro primer intendente democráticamente elegido había asumido en 1983, todas las instituciones públicas se podían considerar muy jóvenes aún y se estaban debiendo algunas normativas muy necesarias. Tal el caso de la Carta Orgánica Municipal. Y en el marco de la última semana de campaña rumbo a las elecciones estatuyentes, todos los partidos habían reforzado su presencia en las calles y en los medios de la ciudad.


La Cámara de Comercio por su estructura edilicia –amplios salones y cantidad de sillas- y la conformación ideológica de sus miembros –todos comerciantes derechosos-, era el escenario perfecto para el representante de un partido recién desembarcado en la ciudad que cerraba con una conferencia de prensa. Todo tenía que estar en orden y yo era la única encargada de ello. Me llevó unos cuantos minutos acondicionar la sala de conferencias, distribuir las sillas y tener el café preparado. Pero al llegar el tipo, yo ya estaba ocupando mi lugar en el escritorio de la recepción.


Escuché el ruido de muchos pasos en la escalera de acceso al salón y se abrió la puerta bruscamente. El primero de los individuos, de impecable traje azul, bien peinado –seguro alguien habría retocado su imagen en el hall de entrada porque acá el viento no perdona a los famosos-, corbata al tono y zapatos bien lustrados, entró rápidamente a la sala de conferencias sin siquiera detenerse a decir “buenos días”. Fue necesario que la persona que había promovido la reunión, lo fuera a buscar para hacer las presentaciones del caso y reparar la ofensa “a la dama”. El hombre de traje vino de mala gana, estiró su brazo, me dio su mano laxa y apenas me dedicó una mirada rápida con sus vacíos ojos azules.


Durante la conferencia habló poco y nada, cosas que hasta yo misma podría haber improvisado de ser necesario e, incluso, las podría haber dicho de corrido. Cuando todo terminó, me quedé pensando en mi atracción respecto de los tipos trajeados y a partir de ese día entendí que un energúmeno, un cipayo, un desleal, un presuntuoso, un apático, uno carente de empatía e insensible puede vestir un traje y llegar a ser Presidente de la Nación como aquél cuya mano estreché.






jueves, 6 de enero de 2011

Cuento dedicado a Peregrina Duarte, jubilada suicida – 20 de agosto de 1992

La Verdad

Levantó el volumen. Creyó que sus oídos viejos lo engañaban. Lo escuchó por espacio de diez minutos y no aguantó más.
Voló con su imaginación decenas de años atrás cuando le aseguraban que la verdad estaba allí, en los libros de lectura, en cada página serpenteada por listones celestes y blancos, bordeando los temas patrios obligatorios: los paraguas del 25, las barrancas del 20, la casa colonial del 9.
Y se vio paradito, tieso de frío en medio del patio, siguiendo con sus ojos el ascenso de la enseña patria. Se oyó desentonando “o juremos con gloria morir”. Sintió el nudo que se le hacía en la garganta por la emoción.

-Luisito: anoche tu padre y yo estuvimos hablando y… y buen o, llegamos a una conclusión: el lunes te va a llevar para que te conozca el capataz a ver si te hace un lugarcito en la fábrica. Siendo el mayorcito vas a tener que ayudar a mantener este hogar… ¡Pero no llores hijo!... la verdad es que es imposible alimentar siete bocas con sólo el salario de tu papá…

Giró velozmente el selector de canales. Cuando se detuvo, la voz afirmó: “Jockey Club, la pura verdad”.
Y otra vez se paseó con la memoria hasta dar con María del Carmen. Ese día estaba tan hermosa… como lo están todas entre tules y sedas blancas, frente al altar. Suspiró sonriendo al recordar las manos húmedas de ella y la torpeza suya al ponerle el anillo. Después vino la convivencia y la resignación…

-Luis, querido, ¿qué vas a hacer con el poster del Che? No pretenderás colgarlo en el comedor, ¿no? Eso está pasado de moda… a quién va a convencer con su verdad…

Volvió a girar el dial y esta vez otra voz le decía: “Nuevediario, las dos caras de la verdad”.
Se preguntó cómo podía tener dos caras si la verdad es una sola y todo lo demás es mentira. Se detuvo un rato en ese canal. La voz melodiosa le prometía que tras la tanda publicitaria tendría imágenes exclusivas, logradas por el equipo de noticias, del lugar donde se encontraba recluida la famosa modelo ex amante del periodista suicida.
La verdad. La verdad no es material atractivo para los noticieros, concluyó. La única verdad es la realidad –dijo el ciego.

Miró los remiendos de su pantalón y el pullover gris que le había traído su nieta en la última visita del año anterior: sobre la mesa, la receta de medicamentos que no podría comprar y escuchó tronar su vientre apremiado por el hambre. Abrió el ventanal del balcón y volvió a volar, pero esta vez con “su” verdad.

domingo, 17 de octubre de 2010

Sirve

Sirve
por lo menos sirve
para cuando lanzo la red
al mar de la memoria
y, entre algas putrefactas
y caracolas partidas de odio
extraigo la perla de tu recuerdo
me regocijo en la contemplación
y la devuelvo al mar
hasta la próxima lágrima

Del conventillo

Menuda letra en su diario, testimonia los encuentros
Ajuliados versos rimados en siestas de domingo
perpetuaron cantos y voces, gritos y silencios

En la madera pútrida de cuarenta escalones
quedaron las terrosas huellas de cuatro pies descalzos

En el ignoto éxtasis fundieron sus abrazos
hasta caer rodando… rodando bajo otro cielo

Hacia el fin de la última noche, frente al espejo
ella contempló su figura y proyectó sus sueños

Él tomó debida nota y lagrimeó a dos tiempos
la acusó de bohemia absurda y ella, de frío bajo cero

A ruido de rama quebrada sonó –de la mano- el chasquido
A él le dolieron los dedos…
A ella, los años perdidos…

Buscando definir el amor

Ese resplandor que precede al tiempo
de respirar los vicios
Ese maniquí donde se prueba el corsé
de olvidarse de uno mismo
Ese ladrido nocturno de la sangre
Ese imperio de brujas celestinas que confunden
la razón y los sentidos…



Crónica (Abril-Mayo 1992)

Una bomba cae sobre una red humana
Al teniente coronel su pasado no lo perturba
-pero no es el único ciego-
De las estadísticas al margen, alguno come de los residuos
para no morir
A la izquierda de la vida, otros conocen la muerte prematura
Una eminencia salva a un joven desahuciado
Un industrial infractor termina con los peces
Nadie dio el pasaporte al traficante
Alguien encuentra el amor en otra parte
Aquél que sabe se va
El que ignora… se queda y vota

Poema 130

Voy recortada de cielo
amputada de espacio
donde asirme de lo puro
con mi sangre encapsulada
hasta que estalle

Presagio soles
que nunca amanecen
compito en llagas y fracasos
mudando de extraños
que me abracen

Poema 136

Llueve miserablemente
con esa lluvia
carcomida
de espacios
entre gota
y gota

Poema 142


Tengo la sensación de que la vida
sólo transcurre
fuera de estas cuatro paredes
mientras yo aquí
maldigo tu ausencia
y hay un duelo de sombras
que nunca se acaba
entre ladridos de perros de dientes afilados
que imprudentes me lastiman

Mi país

Al sur,
el frío paralizando cuerdas de guitarras
y es el rechinar de dientes
el rojo de los ñires
o el negro carbón
en la desmedida soledad

Al norte,
el sol derritiendo los ánimos
es la siembra, la cosecha
la selva, sus misterios
el hambre y la metrópoli

A diferentes latitudes de un mismo espacio
un dolor común y ojos distintos
Un antiguo patio universal de baldosas agrietadas
que convergen en la médula de un país incierto
que no tiene memoria

domingo, 16 de mayo de 2010

Del libro Analektas (Cosas escogidas, en griego)

Proyectiles
Es imposible dejar de pensar
en lo que me agrede
Por eso cargo el arma
con los añicos del cristal
de mi alma
apunto
y disparo el poema
asesinando sueños infantiles
en una inútil venganza

Poema 90
Desde temprano atiza
el marco tibio de la espera
y luego impregna el aire
de dulces bienvenidas
Cuando llego
puedo advertir en su mirada ansiosa
los días de no verme
A menudo contiene el abrazo a destajo
por no partirme los huesos
y convencido del escaso margen
escribe sobre mis líneas curvas
con la izquierda hacia el norte
y con los dedos de la otra
escarba los huecos de dar
al sur de mi cuerpo
Dejo caer mi mandíbula
y no miro por vergüenza
ni los contornos rigurosos del ropero
ni su espejo
Como uvas deliciosas
arranca una a una
mis nostalgias
y sobre el mantel de sábanas
descansamos nuestra libertad
amaneciendo milagros

Poema 100
En los pastos del sexo
recosté mis espaldas vencidas
A menudo quise ser otra
y sólo logré ser de otros
desborde y muralla
alternativamente

Poema 62
Aprieta la lluvia
un dolor

Es mi corazón
que sangra


Poema 64

En la escala
de uno a diez
estoy de cinco
Ya sé, no me regañes
pero
tengo el alma extinguida por el espanto
tengo el hoy suicidado de cobardes
Nuestro país es una fábrica de olvidos
y yo…
yo no quiero ser la agenda de nadie

Torre
Bordean el muro
que encierra tu secreto,
las palabras
Fragmentos de luz
filtran tus pesares
Tu país
se desangra
poeta
entonces
abres tu ventana

jueves, 24 de diciembre de 2009

El peligro es el abismo

El peligro es el abismo
en cuyo fondo se revuelcan las placentas llenas de sangre
en aguas silenciosamente sucias
cloacas de odio
De las nubes penden frágiles sogas de seda luminosa
que intentan atraparme -si me cuelgo de ellas,
será una excusa para caer sin culpa-
no hay puentes, ni escaleras que suban
ni caminos a otra parte
los carteles en las banquinas no indican destinos ni parajes
y, a veces,
muestran flechas sospechosamente falsas
Atrás, sólo lo que mueve a la venganza
aquí el dolor y más allá, la nada

domingo, 9 de diciembre de 2007

Yo no maté a mi madre

Los últimos días de su vida -sin saber yo que eran los últimos- me la imaginaba mirando por la ventana pero de la forma que sólo ella sabía hacerlo: sin mover los ojos ni fijar la vista en nada. Parecía, justamente, que nada ni nadie podía llamar su atención.
Cómo me hubiera gustado saber qué pensaba… Sin embargo, el hermetismo que conservó toda su vida sobre sus sentimientos y deseos, se parecía mucho a aquello que -intuyo- experimenta toda parturienta cuando ve a su recién nacido deforme: querer ahogarlo con una almohada sin que nadie la vea.

Así de deforme y siniestro vería su destino cada vez que miraba por la ventana. Porque parecía mirar preguntándole quién sabe a quién, dónde hallar una pizca de esperanza si ella misma había nacido marcada, deforme a la vista de su padre, que se emborrachaba cada vez que su mujer daba a luz una niña mientras que para los varones reservaba el gesto de lanzar su gorra al aire manifestando la alegría de que fuera macho.
Ella nunca dijo nada. Y si lo decía, era porque yo la forzaba con preguntas. Sólo unos pocos años antes de morir, cerró la puerta del dormitorio, me sentó a su lado sobre su cama y anunció que iba a contarme algo que le había pasado durante su juventud. La primera vez que me participaba de algo tan íntimo y tan doloroso. Así y todo, fue un momento gratificante para mí que ella se abriera así, sin ser forzada, y que me hubiera elegido de entre sus tres hijas, para ser depositaria de tamaño secreto.

***

Habían pasado más de cincuenta años de aquel día en que mi abuela materna “colocara” a sus cuatro hijas mujeres en casas de familias acomodadas para hacer el trabajo doméstico.
Mamá no dio detalles de ese episodio, pero yo puedo imaginármelas: a mi abuela Elvira dejándola con un atadito de ropa y dándose la vuelta para traspasar rápidamente el pesado portón que dominaba la entrada y a mi madre buscando la ventana para mirar por primera vez, como lo haría el resto de su vida.
Habrá reservado el llanto para la almohada que usaría -también por primera vez- esa noche. Porque si por mesita de luz tuvo un cajón de fruta en sus primeros años, supongo yo que esa fue su primera cama decente. Y esa cama se la dio mi abuela paterna, Rosa, Bube como yo la llamaba.
Hubiera querido ver, en aquel percal de la funda bordada en hilo blanco, la cabeza de aquella destetada y abandonada, que aceptó su destino de sirvienta sin abrir la boca.
En varios momentos de mi vida, ya como madre y esposa, escuché de sus labios dos palabras que repetía como consejo: -“Aguantá, Susi”- aunque más sonaba a mandato que ella misma llevaba incorporado. Aguantar ser depreciada por el padre, ser abandonada por la madre y más tarde, ser maltratada por el único hombre que conocería en su vida, mi padre.
¡Pobre infeliz! Cuando me miraba, siempre en silencio, me parecía advertir en ella una contradicción. Por un lado me pedía que aguantara y por el otro -quizás ni ella misma se daba cuenta- esperaba que me negara para no repetir su historia.
Cuando pienso en ello, creo entrever por qué me eligió para contarme su secreto. Fui la única de sus hijas que demostró rebeldía, que supo decir no, que sabiéndome parecida a ella en muchos aspectos, luchaba casi a diario para no dejarme lastimar por nadie.

***

Seguro que ese día gritaste, mamá. No creo que hayas podido resistir el dolor mientras la comadrona te arañaba el útero para hacer desaparecer el fruto del pecado. Ahí no podías ver por la ventana, porque esos lugares suelen estar cerrados y oscuros, como si quisieran ocultarlos de la mirada de Dios.

***

La primera vez que recuerdo haber visto llorar a mi madre, fue en noviembre de 1961, a poco de vestir mi primer guardapolvo blanco. Eran tiempos en que los niños podían hacer pequeños “mandados”. Había ido hasta el almacén de la esquina del viejo barrio Cura, donde me encontré con un compañero de inglés que volvía de rendir su examen, el mismo al que debía asistir yo, si no fuera porque mi mamá se había olvidado.
Se lo dije apenas apoyé el paquetito envuelto en papel de estraza sobre la mesa de la cocina. Se sintió tan culpable que sólo atinó a llorar desesperada hasta que -por consejo de la vecina que cada vez que la escuchaba en problemas salía en su auxilio- me llevó a la rastra, casi volando, hasta el instituto para saber si aún tenía alguna posibilidad de rendir. No podían tomarme el oral pero sí el escrito.
Poco tiempo después, la directora le informó a mi madre que se sumaban las notas de uno y otro. Al oral le correspondía cero pero dado que en el escrito había sacado la nota máxima, siete, me alcanzaba para pasar de año. A mamá se le inundaron los ojos otra vez, pero de alegría. Mi calificación había salvado a mamá de la culpa.

***
De haberme dado más detalles, no tendría que verme obligada a imaginar cómo fue el momento en que mi madre y mi padre se vieron por primera vez. Papá era el primogénito en la familia judía que albergaba a mi madre como mucama cama adentro.
No puedo evitar conjeturar que la mirada de mi padre no pudo ser menos que libidinosa. Mamá, quinceañera muy bonita, con la actitud sumisa que la caracterizó, fue presa fácil de un muchacho de veintitantos.

***

Hay cosas que no me olvido, mamá. Nunca me abrazaste. Por eso no puedo recordar el calor de tus brazos. No te culpo. No obstante supiste hacerme sentir tu calor de otra manera. Y me quedó bien grabado: cuando calentabas mi camiseta cerca de la estufa a kerosén con velas, tras bañarme en el fuentón de lata, en el patio cubierto. Con el café con leche de todas las mañanas, en taza grande. Con el Nesquik de la tarde. Con la sopa de espinaca de algunos mediodía que, según decías, me haría fuerte como Popeye. Más fuerte que vos, mamá, para decir “no”.

***

Mamá nunca fue “tanguera”, pero posiblemente Susy Leiva inspirara en ella cierta admiración por su voz o por su expresividad al cantar los tangos. En octubre de 1966, Leiva falleció en un accidente automovilístico. Y esa, fue la segunda vez que vi llorar a mi madre. Y mirar por la ventana de la manera que ella solía hacerlo.
Como ya dije, siempre guardó sus sentimientos y deseos para sí misma. Sólo el ídolo de toda su vida podía hacer caer todas las barreras que la separaban de la expresión. Ése fue Sandro.
Cuando lo anunciaban en la tele, mamá abandonaba inmediatamente lo que estaba haciendo y se sentaba atenta. Si mi padre estaba cerca en ese momento, sentía tantos celos y tanta rabia que salía enojado y no aparecía por mucho rato.
Sandro, su fuego y los movimientos oscilantes de su pelvis, la perturbaban al punto tal que la hacía expresar lo que sentía. Por Sandro, claro.

***

Nunca abandonaría su trabajo doméstico. Sólo la artrosis que le deformó los dedos a edad avanzada, le pusieron freno. Lo hizo todo: cocinar, lavar, planchar, coser, tejer, bordar, limpiar pisos… ¡hasta el asado era su territorio y no del hombre de la casa como se acostumbra!
Ella corría la máquina de coser bajo la ventana cada vez que la usaba. Decía que lo hacía para ganar luz que la ayudaba a enhebrar la aguja. Yo creo que lo hacía para poder mirar a través de ella en cada pausa.
Nuestra clase media baja de entonces, nos coartaban la posibilidad de darnos pequeños lujos, especialmente en lo que a ropa se refiere. De manera que mamá suplía lo que faltaba, haciéndolo con sus propias manos.
Así mis hermanas y yo tuvimos desde el guardapolvo hasta las sábanas hechas en casa, vestidos bordados, pañuelos hechos con retazos, pulóveres con lanas de tres colores distintos…
Tengo grabado en mi memoria cada color, cada textura, cada prenda, pero lo que más recuerdo con el mayor agradecimiento de todo lo que hizo con sus manos, son los disfraces de carnaval. Ella compraba los figurines y elegía. No sé cuál habría sido su criterio para elegir ya que no se inclinaba por el más fácil de confeccionar.
Uno de aquellos carnavales, la tuvo varios días ocupada para lograr que mi tocado de bailarina eslava estuviera derechito en mi cabeza… será por eso que todavía lo conservo. Un mundo de lentejuelas, satén y canutillos que iluminó mi infancia.

***

No sé qué sentías por mi Bube, mamá. Como patrona fue muy exigente -según pude deducir de algunos de tus pocos comentarios-, como futura suegra que te obligara a hacerte judía para casarte con su hijo no te debe haber entusiasmado mucho… y ya como suegra te habrás sentido rindiendo examen cada vez que se encontraban. Me lo imagino.
Lo que no puedo imaginar es qué sentías cuando yo demostraba tanto afecto por ella, alabando sus comidas ídishes, dejando que me masajeara las piernas cuando me dolían, quedándome a dormir los fines de semana.
¿Te habrás quedado mirando por la ventana esos días sin mí? Perdonáme, mamá, yo no sabía.

***

Mirando por la ventana también la halló mi padre al regresar del trabajo, momentos antes de que ella le dijera que le había venido la menstruación, llorando desconsoladamente. Ella esperaba quedar embarazada al momento de casarse.
Yo nunca entendí por qué había sido tanta su ansiedad. Lo comprendí recién después de que me contó su secreto. Temía que su útero arañado no pudiera volver a engendrar. Seguía culpándose a sí misma como si mi padre no hubiera tenido responsabilidad en esa concepción anterior al matrimonio.

***

Los últimos días de mi madre no los pude compartir con ella. Ignoraba que mi hermana la había llevado a un geriátrico sin hacerme saber sobre su decisión, a dieciséis días del fallecimiento de papá. Dicen que estaba muy triste porque perdió a su compañero… Y también que eso siempre sucede cuando se han vivido muchos años juntos.
Mi padre fue el único hombre en la vida de mi madre y adivino que el dolor no fue por perderlo sino porque se fue antes que ella. Volvió a ser abandonada. Una vez más.