martes, 28 de febrero de 2017

Mona de seda



Mona de seda


Siempre me gustaron los tipos de traje y corbata. Y si van acompañados de colores entonados, perfume y pelo prolijamente peinado, mucho mejor.  Es mi afrodisíaco. Pero esa mañana de mayo de 2006, éste que entró a la Cámara de Comercio de Río Grande, no me provocó más que una extraña sensación. Por entonces yo era una simple empleada administrativa. Sin embargo, se me permitía estar presente en muchas reuniones a las que la mayoría asistía muy bien vestida y era mi oportunidad para el regodeo.


A esta ciudad -tan lejana de la metrópoli- llegaban pocos famosos y mucho menos políticos, por eso despertaban el interés de fanáticos y simpatizantes. Así que ese día estaban todos: periodistas, fotógrafos, miembros de la institución convocante, representantes de las lenguas vivas y curiosos.


Teniendo en cuenta que nuestro primer intendente democráticamente elegido había asumido en 1983, todas las instituciones públicas se podían considerar muy jóvenes aún y se estaban debiendo algunas normativas muy necesarias. Tal el caso de la Carta Orgánica Municipal. Y en el marco de la última semana de campaña rumbo a las elecciones estatuyentes, todos los partidos habían reforzado su presencia en las calles y en los medios de la ciudad.


La Cámara de Comercio por su estructura edilicia –amplios salones y cantidad de sillas- y la conformación ideológica de sus miembros –todos comerciantes derechosos-, era el escenario perfecto para el representante de un partido recién desembarcado en la ciudad que cerraba con una conferencia de prensa. Todo tenía que estar en orden y yo era la única encargada de ello. Me llevó unos cuantos minutos acondicionar la sala de conferencias, distribuir las sillas y tener el café preparado. Pero al llegar el tipo, yo ya estaba ocupando mi lugar en el escritorio de la recepción.


Escuché el ruido de muchos pasos en la escalera de acceso al salón y se abrió la puerta bruscamente. El primero de los individuos, de impecable traje azul, bien peinado –seguro alguien habría retocado su imagen en el hall de entrada porque acá el viento no perdona a los famosos-, corbata al tono y zapatos bien lustrados, entró rápidamente a la sala de conferencias sin siquiera detenerse a decir “buenos días”. Fue necesario que la persona que había promovido la reunión, lo fuera a buscar para hacer las presentaciones del caso y reparar la ofensa “a la dama”. El hombre de traje vino de mala gana, estiró su brazo, me dio su mano laxa y apenas me dedicó una mirada rápida con sus vacíos ojos azules.


Durante la conferencia habló poco y nada, cosas que hasta yo misma podría haber improvisado de ser necesario e, incluso, las podría haber dicho de corrido. Cuando todo terminó, me quedé pensando en mi atracción respecto de los tipos trajeados y a partir de ese día entendí que un energúmeno, un cipayo, un desleal, un presuntuoso, un apático, uno carente de empatía e insensible puede vestir un traje y llegar a ser Presidente de la Nación como aquél cuya mano estreché.






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