Mona de seda
Siempre
me gustaron los tipos de traje y corbata. Y si van acompañados de colores
entonados, perfume y pelo prolijamente peinado, mucho mejor. Es mi afrodisíaco. Pero esa mañana de mayo de
2006, éste que entró a la Cámara de Comercio de Río Grande, no me provocó más
que una extraña sensación. Por entonces yo era una simple empleada
administrativa. Sin embargo, se me permitía estar presente en muchas reuniones
a las que la mayoría asistía muy bien vestida y era mi oportunidad para el regodeo.
A
esta ciudad -tan lejana de la metrópoli- llegaban pocos famosos y mucho menos
políticos, por eso despertaban el interés de fanáticos y simpatizantes. Así que
ese día estaban todos: periodistas, fotógrafos, miembros de la institución
convocante, representantes de las lenguas vivas y curiosos.
Teniendo
en cuenta que nuestro primer intendente democráticamente elegido había asumido
en 1983, todas las instituciones públicas se podían considerar muy jóvenes aún
y se estaban debiendo algunas normativas muy necesarias. Tal el caso de la
Carta Orgánica Municipal. Y en el marco de la última semana de campaña rumbo a
las elecciones estatuyentes, todos los partidos habían reforzado su presencia
en las calles y en los medios de la ciudad.
La
Cámara de Comercio por su estructura edilicia –amplios salones y cantidad de
sillas- y la conformación ideológica de sus miembros –todos comerciantes
derechosos-, era el escenario perfecto para el representante de un partido
recién desembarcado en la ciudad que cerraba con una conferencia de prensa. Todo
tenía que estar en orden y yo era la única encargada de ello. Me llevó unos cuantos
minutos acondicionar la sala de conferencias, distribuir las sillas y tener el
café preparado. Pero al llegar el tipo, yo ya estaba ocupando mi lugar en el
escritorio de la recepción.
Escuché
el ruido de muchos pasos en la escalera de acceso al salón y se abrió la puerta
bruscamente. El primero de los individuos, de impecable traje azul, bien
peinado –seguro alguien habría retocado su imagen en el hall de entrada porque
acá el viento no perdona a los famosos-, corbata al tono y zapatos bien
lustrados, entró rápidamente a la sala de conferencias sin siquiera detenerse a
decir “buenos días”. Fue necesario que la persona que había promovido la
reunión, lo fuera a buscar para hacer las presentaciones del caso y reparar la
ofensa “a la dama”. El hombre de traje vino de mala gana, estiró su brazo, me
dio su mano laxa y apenas me dedicó una mirada rápida con sus vacíos ojos
azules.
Durante
la conferencia habló poco y nada, cosas que hasta yo misma podría haber
improvisado de ser necesario e, incluso, las podría haber dicho de corrido.
Cuando todo terminó, me quedé pensando en mi atracción respecto de los tipos
trajeados y a partir de ese día entendí que un energúmeno, un cipayo, un
desleal, un presuntuoso, un apático, uno carente de empatía e insensible puede vestir
un traje y llegar a ser Presidente de la Nación como aquél cuya mano estreché.
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